Ser madre cristiana en el siglo XXI

Por siglos se ha escuchado que la dignidad de la mujer radica en su maternidad. Se ha considerado que la mujer es útil en cuanto concibe, da a luz, educa a la prole y atiende a toda la familia, respondiendo a un esquema machista-patriarcal que considera ...a las mujeres como cuerpos-vientres al servicio de la reproducción, despersonalizándola y limitándola. Ya los antiguos griegos se cuestionaban sobre el sentido de la mujer si, según Platón, era mejor compañero un varón. Esta mentalidad influyó en las incipientes reflexiones cristianas. Agustín de Hipona repudió a la madre de su hijo y afirmó que el marido odia a su esposa porque es mujer. Tomás de Aquino retoma la idea aristotélica de que la mujer es un hombre malogrado. Alberto Magno afirma que la mujer es un hombre ilegítimo, que tiene la naturaleza incorrecta y defectuosa. Para Juan Damasceno la mujer es una burra tozuda, hija de la mentira, centinela del infierno, entre otras cosas. Tertuliano la acusa de ser la puerta de entrada del diablo al mundo y asegura que la maldición de Dios contra ese sexo permanece hasta nuestros tiempos. De allí que se dedujera que el único valor de la mujer sería la maternidad. En pleno siglo veintiuno, las mujeres somos tipificadas como Evas, curiosamente no la Eva bíblica: “madre de todos los vivientes” (Gn 3,20) sino una supuesta madre del pecado, de la cual nosotras (sólo las mujeres) somos herederas. Por lo tanto, como castigo de Dios, las mujeres debemos parir con dolor, someternos al varón, atenderle y servirle. ¿En qué momento perdimos la apertura hacia la escucha de la Sabiduría Divina y creímos esas afirmaciones heréticas y manipuladoras? ¿Acaso se nos ha querido llevar a maldecir nuestro sexo? ¿Hemos olvidado las palabras de Jesús tan radicales que enfatizan que la dignidad de la mujer, más allá de ser madre, radica en escucharle, seguirle, ser su discípula (Mc 3,35; Mt 12,50; Lc 8, 21)? La verdadera dicha reside en oír la Palabra de Dios y guardarla, ¡no en los pechos que crían! (Lc 11, 27s) ¿Cuándo dispusimos guiarnos por las más pintorescas elucubraciones misóginas y dejamos de escuchar y seguir a Jesús? Antes de ser madres, somos mujeres; antes de ser mujeres, somos personas; antes de ser personas, somos humanas creadas a imagen y semejanza de Dios; en igualdad, perfección, diálogo, benditas hijas de la Sabiduría Divina, de la Presencia Eterna, iluminadas, grandiosas, poderosas, con una gran misión por delante. ¡Cuán muerto y enterrado tenemos a Jesús! No se le ha permitido vivir en las mujeres, se ha negado el kerigma: ¡Jesús está vivo! Lo han visto las mujeres quienes han salido a anunciarlo (Mt 28, 5ss; Mc 16, 1ss; Lc 24, 1ss; Jn 20,1). El evangelio de Lucas afirma que los varones fueron al sepulcro y lo hallaron como habían dicho las mujeres, pero a él no le vieron (Lc 24,24). Todos los evangelios coinciden en afirmar que fueron las mujeres las primeras apóstoles que anunciaron su resurrección (Mc 16,10; Mt 28,7s; Lc 24,9s; Jn 20,18). En Latinoamérica lamentablemente seguimos reproduciendo esquemas sociales y culturales que marginan y someten a las mujeres, que no les permiten sentirse como personas dignas ni forjarse su propio porvenir, sino se les impone la servidumbre antes siquiera, de que puedan discernir. Sí, servidumbre, esclavitud, humillación y no servicio, porque es impuesta por otros, sea la madre, el padre, el hermano, el esposo; cuando toda la carga recae en una y se considera su obligación ¡por haber nacido mujer! No hay mejor expresión de eso que el dicho: “La cultura y las tradiciones se maman”. Somos las madres las que reproducimos esquemas excluyentes y humillantes inculcados por una falsa religiosidad que busca el sometimiento y la marginación del 51% de la población por el simple hecho de haber nacido con sus órganos sexuales no expuestos. Las madres cristianas de hoy hemos de recuperar el espíritu de Jesús que impulsa a romper con las costumbres marginadoras y subyugadoras de las mujeres. Debemos tratar a nuestras hijas e hijos como iguales y fomentar el trato entre ellos como hermanas y hermanos, en una radical igualdad, con las mismas obligaciones y los mismos deberes para que cuando crezcan den testimonio de un cristianismo a ejemplo de Jesús y no sean reproductores de los esquemas machistas-patriarcales. El recato y el pudor que se exige a la hija, debe ser exigido al varón, la promiscuidad y la vulgaridad son tan impropias en el varón como en la mujer. La responsabilidad en las tareas del hogar debe ser compartida por todos sus miembros. En un hogar cristiano, no hay división de siervo y amo, sino cada una y cada uno debe tener el gusto y el amor por servir al otro. Jesús nunca prometió un camino de rosas sin espinas. Su vida estuvo llena de persecución, acusaciones, injurias, hasta que se le ejecutó por hereje y subversivo, por no seguir las costumbres humilladoras y marginadoras de su época. Jesús no se acomodó a las prácticas religiosas ni sociales de su época para ser considerado “bueno”. ¿Cuándo tendremos nosotras el valor de sentirnos libres en Cristo para liberar a nuestras hermanas? ¿Llegaremos a atrevernos a levantar la vista y también la voz para condenar las prácticas excluyentes, humillantes y marginadoras a las cuales son sometidas tantas mujeres día a día en sus hogares? Tenemos la responsabilidad de inculcar en nuestras hijas el respeto por sí mismas, el orgullo de ser mujeres y permitirles tener sueños de grandeza, más allá de exclusivamente procrear. Debemos guiar a nuestros hijos varones hacia el respeto y reconocimiento de las mujeres. Ser madre cristiana en el siglo XXI significa promover cambios radicales que dignifiquen y restauren la humanidad, sembrar en nuestras hijas y nuestros hijos la lucha por la experiencia real del Evangelio, aquí y ahora.
Silke Apel

Comentarios

Entradas populares