La elocuencia del Silencio



Nuevamente nos encontramos en la celebración más grande del año en el calendario litúrgico de la Iglesia Católica, el Triduo Pascual. Hacemos memoria y celebramos en medio de tensiones sociales, guerras, emigrantes tratados como esclavos o delincuentes, hambre, desempleo, desahucios, bombardeo con misiles, armas químicas, fraudes políticos, niñas abusadas sexualmente y quemadas en un incendio evitable.
Un Jueves Santo marcado por el deseo de servicio, indicándonos que los creyentes debemos ceñirnos la cintura y de rodillas colocarnos al servicio de los últimos. Sacerdotes, Profetas y Reyes, todos somos llamados al servicio y la mesa compartida para que nuestro memorial no sea un rito vacío. Nosotros sacerdotes, profetas y reyes, urgidos a seguir el ejemplo del que nos ha amado hasta el extremo, del que deseó intensamente compartir y quedarse con nosotros en esa última cena.
El Viernes Santo, frente al crucificado, te veo siervo sufriente desfigurado, desahuciado, sin alternativa. Entregado al escarnio por tan solo 30 monedas, o por esos cuantos miles de dólares que no tienes para pagar la cirugía en la medicina privada, porque el sistema de salud de tu país pobre no tiene solución para el cáncer que invade tus huesos. Te contemplo inerte, desfigurado.
Mi oración no sirve, parece que hablo al Silencio. Este silencio me abruma, me aplasta, me conmueve, me deshace. El grito de Jesús sumerge nuestro grito, ¡PADRE POR QUÉ ME HAS ABANDONADO! No hay milagros, nadie aparta a Jesús del suplicio de la cruz, no hay palabras, no hay acciones mágicas, el poder milagroso de Jesús no aparece por ningún lado.

En el Silencio veo pasar ante mí a los desahuciados de la historia, los mismos, los de siempre. El paso de los años, la enfermedad prematura, nos van cobrando la vida de los que amamos. El espectro de la muerte abarca todo y a todos, se lleva a nuestros seres queridos.
Y salido de lo más profundo de nuestras entrañas doloridas, desde nuestro fracaso, desde nuestra fe, nuestro grito desgarrador, PADRE EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU. Nos da la impresión de que Dios no se conmueve ante nuestro dolor, su respuesta es el Silencio. No hay nada más, sólo el Silencio. 
Sábado Santo, la ciudad vuelve a sus ruidos habituales, los ruidos de potentes bombas en Afganistán, coche bomba contra caravanas de civiles saliendo de Alepo; pero en nuestro corazón apesarado, en la comunidad de los creyentes ha quedado en silencio. Desde el silencio somos llamados a escuchar, a buscar, ¿Qué nos dice el silencio? Aparece ahora ante mí el Silencio elocuente y elocuencia de Dios.  Hay que afinar el oído, para escucharle, para comprender el misterio de los que se gesta en la hondura del  elocuente silencio. Hay que descender al silencio.
Quizás nuestra Jerusalén, nuestra Tierra Santa, esa que en el itinerario del Camino Neo-catecumenal se coloca como culmen de los años recorridos, quizás esa tierra Sagrada ya la estamos pisando. Sí, nuestra Jerusalén es esta búsqueda cotidiana de seguir andando con fe, con alegría, con esperanza. Es esta búsqueda solidaria encontrando alternativas viables, para tener vida, la vida abundante que nos permite vivir el Resucitado. Es su gracia que se derrama abundante y nos va dando vida, esa vida donde todos seremos transformados y tú, Señor serás todo en todos.
Vístenos pues Señor en esta noche Santa,
de tus vestiduras blancas. 
¡Que la alegría y la Gracia del Señor Resucitado, 
inunde y desborde nuestras vidas con su Vida!
MCVMSC


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